jueves, 26 de mayo de 2011

CARTA DE P.VARELA NUM. 33


No siempre es poderosa,
Carrero, la maldad, ni siempre atina
La envidia ponzoñosa,
Y la fuerza sin ley que más se empina
Al fin la frente inclina;
Que quien se opone al Cielo,
Cuando más alto sube viene al suelo
Fray Luis de León(1)

El trabajo, la lucha, siempre la llevan a cabo unos pocos, la propia convicción dirige el alma.
Con estas palabras Friedrich Kühfuss,(2) un idealista de las más límpidas aguas, animaba en Barcelona a los entonces jóvenes, que un día debían pasarnos la antorcha del Ideal. Desde entonces pocas cosas han cambiado en lo esencial. Ha quedado patente la ineficacia y triste final de las obras e iniciativas que viven lejos de la verdad y traicionan las propias convicciones.
Tal vez olvidaron algunos que abandonar lo incómodo por no pasar vergüenza era prematuro, porque lo que es eterno permanece. En nuestra doliente humanidad, para ser tenido en cuenta hay que adular y decir lo que a la gente le gusta oír, hay que acomodarse a las modas, los cambios, la opinión dominante, los deseos del poder.
Pero el adulador, el camaleón, se verá privado de la indispensable necesidad de verdad, obligándose a condenar mañana lo que hoy día defiende como verídico. Un hombre que enfoca así su vida sólo se quiere a sí mismo.
Cierto, este arquetipo humano a menudo aduce que actuar así es necesario para preservar su existencia. Pero quien cree poder defender su existencia a costa de su honor, empieza por perder su honor y antes o después también su miserable vida.(3)
Muchos se burlaban de quienes, ante el avance del “cambio”, parecían quedar obsoletos por el camino, al no querer renunciar a los valores. A causa de ello el poder empezó a acorralar a los irredentos y a machacarlos con sus andanadas: criminalizaciones mediáticas, legislación especial al efecto, manifestaciones “legales”, persecuciones policiales, ataques físicos, destrucción empresarial y personal y finalmente la cárcel.
Todo por no estar dispuestos a eludir la lucha. Y sin embargo, la alegría de haber bregado en la juventud por un Ideal sigue determinando nuestra conducta mucho después de que la duda nos haya vuelto lúcidos, conscientes y desesperanzados.(4)
Aquí cabe recordar la segunda parte de El Quijote, cuando Avellaneda se burla de Cervantes y le llama “el manco”; sólo le cabía esta respuesta: “prefiero ser manco habiendo estado en Lepanto, que estar completo sin haber estado ahí. Lepanto es la mayor ocasión que han visto los siglos.”
Nosotros añadimos lo que dijo un sabio, según me recuerda un viejo amigo mejicano: “Sólo puede influir sobre los acontecimientos el que está dispuesto a ir a la cárcel por sus convicciones.”
Ir a prisión es sólo el escalón previo al combate final, aquel al que enviaban las mujeres espartanas a sus hombres con aquella significativa advertencia: “No vuelvas si no es con el escudo al brazo o encima del escudo”.
¿Qué más puede esperar quien se esfuerza en proclamar una verdad incómoda que ser perseguido?
Pero la aritmética del poder suele ser deficiente. El dogma a la fuerza sólo sirve por algún tiempo; a la larga aparecerán grietas y el muro se vendrá abajo. Pretender aplastar a uno que no está dispuesto a dejarse avasallar y sigue proclamando la verdad, suele producir centenares de otros muchos dispuestos a proclamar esa misma verdad.
El deseado aniquilamiento total, si es que éste es posible, no creará sino símbolos y éstos se transformarán en ideas-fuerza para el futuro.
Un monje budista me escribe desde la celda de su monasterio con la serenidad y sabiduría propios de los lugares de recogimiento: “¡La nueva Inquisición no perdona! Mantiene su viejo espíritu y los métodos apenas cambian. Pero yo pienso que tú sabes que existe un poder superior en el Universo, la fuente de los Hombres con mayúscula, de ella vienen y a ella retornarán, los que cumplieron con lealtad el sentido de sus vidas. ¡Que ese poder superior te proteja!”(5)
Así pues, quien quiera merecerse la vida, que luche. Pero quien no quiera luchar, que se aparte a un lado, no es digno de que se le conceda la palabra en esta existencia, pues luchar es vivir, vivir es luchar.
Hasta aquí unas pinceladas sobre la necesidad de aceptar la lucha, por atrición o por contrición, en este mundo en el que hasta los animales son conscientes de que si quieren imponerse en la vida, han de luchar.
A  efectos prácticos lo dicho podría traducirse en que las más de cuatro horas de media que malgastan los jóvenes españoles viendo la televisión de forma pasiva cada día, deben ser sustituidas de inmediato por la distribución de decenas de miles de adhesivos a favor de la libertad de expresión después de cenar. ¡Luego será tarde, para vergüenza de todos! ¡Y de nada servirá el rechinar de dientes!
Pero dos puntos nos gustaría añadir antes de finalizar nuestra reflexión de esta semana. Uno es la imperiosa necesidad de retornar a la nobleza en la lucha y el otro la importancia de hacerlo con alegría.
En un mundo en el que se proclama el fin de la caballerosidad en la guerra y en el amor, hemos de proclamar nuestra necesidad anímica de volver a esa caballerosidad en la lucha, que ha de llevarse a cabo con honor, aunque el enemigo quiera forzarnos, con su comportamiento, a actuar cual ellos mismos hacen.
De lo contrario nadie ha de vencer en este enfrentamiento de final de los últimos tiempos que se acerca a pasos agigantados.
Dios se manifiesta en todo lo creado y por tanto también en lo que hacen sus criaturas: luchar con caballerosidad o de forma innoble no es una cuestión nimia. Es la diferencia entre una confrontación basada en los valores aportados por la Cristiandad a las leyes de la guerra en los últimos tres siglos, o el avance hacia el barbarismo, cuando los mismos hombres, tatuados hasta las orejas y con pendientes colgando en las más inopinadas partes del cuerpo, ofrecen más el aspecto de golems en un film de ciencia-ficción hollywoodiense que el de auténticos guerreros samuráis.
El otro punto es que en la lucha cotidiana debiéramos siempre sonreír, como retando a quienes nos quisieran hacer sufrir.
El demonio no sonríe nunca y carece de mirada amable. No sabe sonreír, es más, odia la sonrisa por ser portadora del bien: la obstaculiza siempre porque le recuerda el amor y la alegría que él rechazó para siempre.
Trabajar, luchar, sufrir la prisión con alegría y una amable sonrisa es la mejor derrota que podemos propinarle al enemigo.
Aquí queremos acabar hoy con la continuación de aquellos versos que han iniciado nuestra carta y que nos guiaron en los jóvenes años de lucha idealista y que ahora me envía, recuperados, una camarada madrileña:
Si va la niebla fría
Al rayo que amanece odiosa ofende
Y contra el claro día
Las alas oscurísimas extiende,
No alcanza lo que emprende,
Al fin y desaparece,
Y el Sol puro en el cielo resplandece.
No pudo ser vencida,
Ni lo será jamás, ni la llaneza
Ni la inocente vida
Ni la fe sin error ni la pureza,
Por más que la fiereza
Del tigre ciña un lado,
Y el otro el basilisco emponzoñado;
Por más que se conjuren
El odio y el poder y el falso engaño,
Y ciegos de ira apuren
Lo propio y lo diverso, ajeno, estraño,
Jamás le harán daño;
Antes, cual fino oro,
Recobra del crisol nuevo tesoro.(6)
¡Sea!
P.V. (Brians-I)






Notas:
(1)    Fray Luis de León, Oda XV, “A don Pedro Portocarrero”.
(2)    Friedrich Kühfuss, profesor de idiomas, intérprete y traductor, militante de la SA de los primeros tiempos, se instaló en Barcelona tras la II Guerra Mundial, donde fue hasta edad avanzada un incansable propagandista y colaboró decididamente en la formación efectiva y humana del núcleo de jóvenes que constituirían CEDADE a mediados de 1960.
(3)    En celebrada frase de nuestro autor J. Bochaca.
(4)    Juan Marsé citando a J. Roth en La Vanguardia, 4.5.11, p. 39.
(5)    T. Lodro, monasterio de Nalanda.
(6)    Fray Luis de León, Op. Cit.
Pedro Varela

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